domingo, 23 de junio de 2013

¿Qué decimos al desearnos felicidad?

Va a ser una de las palabras que más diremos
y que más escucharemos en los próximos días.
Acaso encarna la mayor aspiración humana. Felicidad.
Felices fiestas. Feliz Año Nuevo. Felicidades.

En esta época del año la palabra se cuela en cada frase.
¿Qué deseamos, qué nos desean cuando la invocamos?
¿Qué es la felicidad, en definitiva?
En el origen de la palabra,
encontraremos el término griego eudalmonía que, aproximadamente,
significa “ser bendecido por un buen hado”.
Según Aristóteles, se trata del bien supremo
al que aspiran todas las acciones humanas.

Y, sin embargo, ¿qué es la felicidad
para cada uno de nosotros en particular?
Probablemente no habrá dos respuestas similares,
porque no existen dos personas iguales.
¿Cómo alcanzar, entonces, la felicidad?
¿Cómo llegar a ella?
Creo que cuando nos planteamos estas preguntas,
las respuestas se nos escapan como arena entre los dedos.
Porque, en mi opinión,
la felicidad no es algo que se alcanza ni un lugar al que se llega.
El escritor alemán Herman Hesse
(autor de Siddartha y El lobo estepario)
decía que “es un cómo y no un qué, no es un objeto”.
De acuerdo con esto,
podríamos ver a la felicidad como una forma de viajar,
no como un destino.

¿De qué esta hecho ese viaje?
De nuestras acciones diarias,
de nuestros vínculos, de nuestras actitudes.
Creo que antes que buscar la felicidad, hay una prioridad.
Se trata de encontrar un sentido a nuestra vida personal,
singular, única. Un sentido trascendente.
Trascender es ir más allá de uno mismo, alcanzar a otro, a otros,
a través de lazos de amor, de empatía, de colaboración,
de fecundidad, de comprensión, de aceptación.
Eso nos hace humanos,
esa es la gran diferencia entre nosotros y otras especies.
Trascendemos, entendiéndolo de este modo,
en la relación amorosa nuestros hijos,
con los seres que amamos,
con la apertura hacia aquellos con quienes nos vinculamos
de diversas maneras, en una obra de arte,
en el modo de encarar nuestro trabajo,
en la forma en que nos integramos en los círculos
y en la comunidad que integramos,
en el alimento que elaboramos y ofrecemos,
en las palabras con que nos acercamos al semejante.
No hay recetas. Cada ser es único
y encontrará un modo único de ir más allá de sí
para trascender en los otros.
Cuando entendemos en qué consiste la trascendencia
(no se trata, queda dicho de hacer grandes obras,
de convertirse en prócer, de alcanzar celebridad),
todos los actos y gestos de nuestra vida,
aún los más pequeños, tienen sentido.

Con el sentido se hará presente la felicidad.
No será el resultado de una búsqueda,
sino la consecuencia de un modo de vivir y de vincularse.
La búsqueda obsesiva de la felicidad
suele llevar a penosos malos entendidos.
Así confundimos satisfacción con felicidad.
La satisfacción es epidérmica, no trasciende.
Tampoco el placer entendido como fin es felicidad.
Cuando buscamos la felicidad
como un cazador que persigue una presa,
solemos volver con las manos vacías.
Tampoco se trata de una meseta
en la que nos instalaremos para siempre.

Estas confusiones nos hacen creer
que la felicidad anida en un auto,
un viaje, una silueta perfecta, una abultada cuenta bancaria,
una operación que promete hacernos más jóvenes,
una casa imponente, el artefacto de última generación,
en una relación o en una persona.
El maestro espiritual indio Krishnamurti decía :
“Cuando buscamos la felicidad por medio de algo,
ese algo se vuelve más importante que la felicidad misma.
Cuando la felicidad es buscada a través de un medio,
ese medio destruye el fin”.

En esos casos sobreviene una angustia,
un vacío inexplicable.
¿Si lo tengo todo por qué no soy feliz?
Porque la felicidad no anida en el tener.
Es una sensación, es la consecuencia de una actitud ante la vida,
no se puede capturar como una mariposa de colección.
Es el resultado de nuestros actos, somos responsables de ella.
Sería hermoso que al desearnos felicidad,
en estos próximos días,
nos estemos deseando una vida trascendente,
una vida ligada al semejante, una vida con sentido.

Sergio Sinay