“Lo más penoso del dolor y del malestar bien puede ser
nuestra resistencia ante ellos.”
Desde el mismo instante en que entramos en este mundo, se nos enseña a tener miedo a través del ejemplo que nos dan los demás y, por lo tanto, a resistirnos a todo dolor o malestar con el fin de controlarlo, sedarlo, olvidarnos de ello, adormecerlo, narcotizarlo e incluso eliminarlo. Debido al ejemplo que nos ofrecen los demás, se nos lleva a creer que el dolor y el malestar son nuestros enemigos y que, cuando se manifiestan en nuestra experiencia, tenemos que escapar, o bien vencerlos a toda costa. Se nos lleva a dar por supuesto que el dolor y el malestar son siempre indicadores de que algo anda mal. En este mundo es muy raro que se nos inste o se nos anime a responder a nuestras experiencias de dolor y de malestar escuchándolas, en lugar de huir de ellas.
Aprender a restablecer el equilibrio de nuestras experiencias físicas, mentales y emocionales de dolor y malestar es sencillo:
Optamos por “estar” con nuestro dolor y nuestro malestar,
con la intención clara de suavizarlo compasivamente
mediante nuestra atención plena.
Para iniciar el viaje que nos lleve a recuperar la capacidad para restablecer el equilibrio de nuestro dolor y nuestro malestar, se precisa sinceridad, con unas gotas de paciencia, intención compasiva y toda nuestra atención. Manteniendo toda nuestra atención compasiva sobre nuestro dolor y malestar, nos daremos cuenta de que las sensaciones que experimentamos comienzan a cambiar. Se nos pide que observemos los cambios con suriosidad y sin enjuiciarlos. No debemos esperar placer alguno con el siguiente procedimiento, pero sí un cambio en la afección. Después, tendremos que reconocer estos cambios, sea cual sea la forma que adopten. En ocasiones, nuestra afección parece empeorar al principio, en ocasiones cambia de forma, otras veces parece moverse literalmente dentro del cuerpo, a veces se desvanece, se disuelve o se transmuta.
Una vez ponemos de nuestra parte la atención y la intención, tenemos que dejar que las sensaciones de dolor y malestar tomen su curso, dado que pretender otra cosa sería volver a los antiguos comportamientos hostiles de sedacción y control. Nuestra presencia interior no conoce dificultad alguna, de modo que será mejor dejarle que decida el resultado.
A medida que cambia nuestro dolor y malestar, tenemos que seguir atendiéndolo como una madre cariñosa lo haría con su hijo enfermo. La constancia es la clave. El mero hecho de que la fiebre del niño comience a remitir no significa que ya no necesite las atenciones de su madre. Una atención constante hará que nuestra afección comience a recobrar poco a poco su estado de equilibrio.
Es importante no olvidar que hemos ignorado y reprimido nuestro dolor y malestar durante la mayor parte de nuestra vida. Lo hemos tratado como a un enenigo hostil, y no como al mensajero benévolo que en realidad es. Así pues, tendremos que ser pacientes con él. Un niño que haya sido ignorado por sus padres durante años no cambia de pronto su actitud hacia ellos por el mero hecho de que le abran sus brazos afectuosamente de repente. Siempre habrá alguna vacilación. El niño tendrá que ver primero constancia y sinceridad por parte de sus padres. Por lo tanto, convendrá no tener prisa, y no tenemos que rendirnos si no observamos consecuencias inmediatas. Este procedimiento no tiene nada que ver con una “cura rápida”; tiene que ver con un cambio de actitud, tras toda una vida de hostilidad hacia nuestros propios desequilibrios físicos, mentales y emocionales. Si tenemos paciencia y somos perseverantes con nuestro propio dolor y malestar, descubriremos inevitablemente que:
“Nada fuera de nosotros va a tener un efecto real
y duradero sobre lo que está sucediendo dentro de nosotros”
1.- Comenzamos sentándonos en una posición cómoda, con la espalda recta y los ojos cerrados. Nos podemos sentar sobre un cojín, con las piernas cruzadas, o en una silla. Lo que se busca con estar en estar en una postura que favorezca el estado de alerta.
2.- Nos cercioramos de que no vamos a pasar frío.
3.- Conectamos conscientemente nuestra respiración.
4.- Ponemos toda nuestra atención en cualquier dolor o malestar que estemos experimentando, sea físico, mental o emocional. No lo juzgamos; lo contemplamos compasivamente con nuestra atención.
5.- Nuestra intención consiste en vivenciar plenamente nuestro dolor y malestar. Si es de naturaleza física, podemos buscar el centro de esa sensación y estar con él. Si es confusión mental lo que estamos experimentando, nos sentaremos y contemplaremos la naturaleza de nuestros procesos de pensamiento. Si es una perturbación emocional lo que estamos sintiendo, nos sentaremos y sentiremos las emociones, dejándolas fluir como les venga en gana. Todo esto lo hacemos sin enjuiciar nada, sin preocuparnos y sin marcarnos un tiempo.
6.- Al principio puede dar la impresión de que la afección empeora o se exacerba de algún modo. Se trata de una consecuencia automática del hecho de situar la atención en ella. Es un indicio positivo. No significa que la afección esté empeorando; significa que nuestra conciencia de la afección está creciendo. Hemos de tener en cuenta que, sea lo que sea lo que estamos sintiendo mientras realizamos este trabajo, está entrando en nuestra conciencia para que nuestra presencia interior pueda transformarlo. Tenemos que hacer todo lo posible para dejar que el dolor o el malestar siga su propio camino.
7.- A lo largo de toda la experiencia, es importante mantener la respiración conectada.
Ocurra lo que ocurra como consecuencia de este ejercicio, será lo que se supone que tiene que suceder. Será diferente para cada persona, y diferente también en cada ocasión en que lo apliquemos. Se nos insta a permanecer con la experiencia hasta que remitan las sensaciones que percibimos como dolor y malestar. Para afecciones agudas o crónicas puede hacer falta repetir las sesiones para conseguir cierta sensación de finalización. La paciencia es la clave. Cuanto más utilicemos esta herramienta, más eficiente se hará.
Es sumamente saludable y beneficioso dedicar unos momentos cada día a situar nuestra atención sobre aquellos aspectos de nuestra experiencia que percibimos como dolorosos o desagradables. Cada vez que nos nutrimos de esta manera, se incrementa el poder de nuestra atención y nuestra intención. Cada vez que experimentamos las consecuencias beneficiosas de cuidar de nosotros mismos de esta manera, se incrementará el poder de nuestra fe en la presencia interior. Esta herramienta activa automáticamente nuestra capacidad para alimentarnos a nosotros mismos.
Michael Brown, “El Proceso de la Presencia”
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