El dueño de la granja era un hombre de buen carácter pero no aguantaba tanto escándalo. Además, siempre se le hacía tarde para levantarse. Para resolver los dos problemas decidió comprar un gallo. Cuando éste llegó al corral todos pensaron que con él podrían divertirse aún más. Pronto se desilusionaron:
—No perdamos el tiempo —dijo el gallo. ¡A trabajar!
Exigió a las gallinas guardar silencio. Les prohibió a los polluelos salir a jugar y expulsó a los ratones.
—¡Déjalos seguir viviendo acá! —pidieron las gallinas.
—No. Y yo soy el que manda aquí.
El corral se volvió un lugar triste. No se permitían visitas, charlas o juegos. Todos se despertaban de madrugada. El orgulloso gallo salía a eso de las cuatro, se encaramaba en un palo y desde allí cacareaba “Quiquiriquí, quiquiriquí” hasta ponerles las plumas de punta. Poco a poco fue creciendo el disgusto.
—Es un tirano —comentaban en voz baja las gallinas.
Aprovechando un agujero en la esquina del pajar, se pusieron de acuerdo con los ratones. Cada quien dio su opinión y tramaron un plan. Una noche, cuando el gallo dormía, uno de los ratones untó con goma el palo donde se subía a cantar.
Como todas las madrugadas, el gallo se trepó: “Quiquiriquí, Quiquiriquí”, Pero al querer bajar no pudo mover las patas: las tenía pegadas.
Los habitantes del pajar reanudaron su vida de antes. El gallo pasó varios días a la intemperie, pegado a la percha, hasta que una noche les preguntó:
—¿Para qué me hicieron esto?
—Para que veas lo desagradable que es que alguien te imponga su voluntad —respondieron.
Tras pensarlo, el gallo les pidió perdón. Entre todos lo ayudaron a bajar de la percha y desde entonces nadie da órdenes en el pajar: los habitantes (incluyendo al gallo) se ponen de acuerdo para trabajar —y divertirse— juntos.
Fábula popular.